Una mañana de invierno, como se dice en las novelas de novelistas de oficio, el viejo se levantó más temprano que otros días y me despertó con esta invitación:
—Vestite rápido, que tenés que vivir conmigo al puerto.
Se trabajaba a destajo. Por cargar un carro de veinticinco o treinta bolsas se pagaban desde cincuenta centavos hasta un peso, pues la tarifa era materia de convenio particular entre cargadores y clientes, pero los precios oscilaban siempre entre cincuenta centavos y un peso por carrada.
Cuando volvimos a casa, a la hora de comer, el viejo no me dijo nada; pero yo noté que estaba contento de mi comportamiento, porque antes de la sopa me sirvió un vaso de vino, y después de la comida me convidó con el primer cigarrillo.
Santiago Stagnaro
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La Boca era entonces el centro obrerista más agitado del país. Todos los obreros estaban agremiados. Tenían su correspondiente sociedad los estibadores, los carreros, los carpinteros de ribera y de obra blanca, que tenían sus diferencias entre ellos. Existían la Sociedad de Calafates, que eran muy amigos de las fiestas y de las huelgas, y la Sociedad de Caldereros, la más ruidosa y levantisca. Todas las sociedades convergían en una federación, donde sumaban sus esfuerzos para luchar por el mejoramiento social.
Esas agrupaciones de obreros le dieron el primer triunfo electoral al partido Socialista de la Capital. Fue allá por el año 1904. Yo intervine en la propaganda de aquellas elecciones como pegador de carteles y distribuidor de volantes y manifiestos. Y en ellas triunfó el doctor Alfredo L. Palacios, que fue el primer diputado socialista argentino.
Entre los conocimientos que adquirí en el Salón Unión de la Boca está tambien un amigo que había de durarme toda la vida. Era un muchacho que me llevaba unos años de edad, pero tan flaco como yo. Asistía a tomar lecciones de violín en el Conservatorio Pezzini-Sttiatessi. Era guitarrero y quería ser músico, pero apenas terminaba su lección de violín en el Conservatorio se llegaba hasta la clase de pintura de Lazzari, porque prefería la amistad de los pintores a la de los músicos. Allí nos encontramos y allí nos presentamos uno a otro, tutéandonos desde el primer momento:
– Vos ¿cómo te llamás?
– Yo me llamo Benito. ¿Y vos?
– Yo me llamo Juan de Dios.
Era Juan de Dios Filiberto. Pero como ese nombre completo resultaba entonces demasiado largo para tan poca personalidad, todos le decíamos Juancito, aunque el prefería que lo llamáramos Filiberto.