El primer nombramiento que firmó nuestro presidente dictador, Víctor José Molina, fué a mi favor. Yo lo había hecho elegir a él para ese importante cargo, y era justo que él empezara por acomodarme a mí. Me nombró nada menos que Almirante de Tierra y Mar. Con ello dió prueba de ser un dictador sensible a la gratitud, cosa rara entre los dictadores, que generalmente, suelen dedicarse a hundir a quienes los encumbran.
[...] Nuestra carencia de espacio vital era tan absoluta, que ni siquiera poseíamos una pieza donde reunirnos a deliberar. Las reuniones deliberativas solíamos celebrarlas en elcorralón donde fabricaba y guardaba sus carros nuestro presidente; y cuando no podíamos reunirnos en el corralón de Molina, las deliberaciones se efectuaban en mi casa.
Justina y Manuel (1897)
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Mi adhesión al puerto de la Boca no me impedía frecuentar las tertulias del los cafés de Avenida de Mayo, sobre todo aquella de “La Cosechera”, que el maestro Viñes bautizó con el madrilenísimo nombre de “La Peña”, que se trasladó durante una noche de verano a la vereda de enfrente. De “La Cosechera” pasamos al café Tortoni.
El viejo Tortoni tenía su clientela segura y abundante, pero nuestra “Peña” bohemia siempre encontraba la manera de instalarse en las mejores mesas de la vereda o el salón.
Además de brindarnos el espacio vital que necesitáramos –vital y subterráneo–, “monsieur” Piérre Curuchet nos obsequió con unos preceptos que habrían de quedar como lema de nuestra flamante agrupación. Decían así:
Aquí se puede conversar, decir, beber con mesura, y dar de su “savoir faire” la medida. Pero sólo el arte y el espíritu tienen el derecho de sin medida manifestarse aquí.
Pocos años después, Quinquela estaba en el centro de una de las más importantes tertulias de Buenos Aires, “La Peña” del café Tortoni. Luego, al disolverse, sus actividades se trasladaron al taller del artista, quien institucionalizaría la bohemia, dando origen, en 1948, a la “Orden del Tornillo”. En términos muy similares a los de la nota anterior, de 1918, Quinquela y los cófrades del tornillo exaltaban las virtudes de la “locura”, frente al mundo de los “cuerdos”: Para la gente esclava de las preocupaciones e intereses materiales, los hombres de espíritu viven en estado de locura. Y creen burlarse de nosotros al llamarnos locos. Los artistas hemos aceptado con buen humor esa calificación de locos [...] Caímos en la cuenta que también podíamos burlarnos nosotros de la vanidad en boga entre los cuerdos.