Entre los conocimientos que adquirí en el Salón Unión de la Boca está tambien un amigo que había de durarme toda la vida. Era un muchacho que me llevaba unos años de edad, pero tan flaco como yo. Asistía a tomar lecciones de violín en el Conservatorio Pezzini-Sttiatessi. Era guitarrero y quería ser músico, pero apenas terminaba su lección de violín en el Conservatorio se llegaba hasta la clase de pintura de Lazzari, porque prefería la amistad de los pintores a la de los músicos. Allí nos encontramos y allí nos presentamos uno a otro, tutéandonos desde el primer momento:
– Vos ¿cómo te llamás?
– Yo me llamo Benito. ¿Y vos?
– Yo me llamo Juan de Dios.
Era Juan de Dios Filiberto. Pero como ese nombre completo resultaba entonces demasiado largo para tan poca personalidad, todos le decíamos Juancito, aunque el prefería que lo llamáramos Filiberto.
La República de La Boca (1923)
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Una noche, al salir de la academia, Filiberto me propuso:
— Che, ¿vos lo conocés a Stagnaro? Vamos a visitarlo. Anda un poco enfermo. [...] Es un gran tipo. Un Leonardo en pequeño. Pintor, poeta, escritor, escultor, periodista, músico. Yo estoy en la música por Stagnaro. El me metió la afición a la guitarra y me aconsejó que estudiara música. Es un hombre inteligente, de ideas avanzadas. Orador, agitador, obrerista.Un artista y un hombre.
Santiago Stagnaro vivía entonces en una pequeña casucha con la madre y las tres hermanas, que cosían para vivir. La madre era lavandera. El pequeño Leonardo ocupaba una pieza que le servía de estudio, de dormitorio, de escritorio y biblioteca. Pocos muebles, menos de los indispensables. Sentado en la cama, estaba un hombe flaco, de color enfermizo. Tenía una sugestiva mirada de iluminado y su voz era a la vez enérgica y afable. Filiberto intentó presentarme.
— Ya lo conozco —exclamó Stagnaro—. Usted iba antes a la biblioteca de nuestra Sociedad. ¿Por qué no va ahora?
Mi adhesión al puerto de la Boca no me impedía frecuentar las tertulias del los cafés de Avenida de Mayo, sobre todo aquella de “La Cosechera”, que el maestro Viñes bautizó con el madrilenísimo nombre de “La Peña”, que se trasladó durante una noche de verano a la vereda de enfrente. De “La Cosechera” pasamos al café Tortoni.
El viejo Tortoni tenía su clientela segura y abundante, pero nuestra “Peña” bohemia siempre encontraba la manera de instalarse en las mejores mesas de la vereda o el salón.
Además de brindarnos el espacio vital que necesitáramos –vital y subterráneo–, “monsieur” Piérre Curuchet nos obsequió con unos preceptos que habrían de quedar como lema de nuestra flamante agrupación. Decían así:
Aquí se puede conversar, decir, beber con mesura, y dar de su “savoir faire” la medida. Pero sólo el arte y el espíritu tienen el derecho de sin medida manifestarse aquí.