Nací el 1 de marzo de 1890. En rigor no estoy muy seguro de haber nacido en esa fecha, pues la verdad es que no lo recuerdo muy bien. Mi nacimiento se pierde en las sombras de lo desconocido y nunca me fue posible descubrir ese misterio de manera irrefutable. Lo único que pude saber y comprobar fue que el 21 de marzo de 1890 un niño de pocas semanas fue depositado en el torno de la Casa de Expósitos. Las hermanas de la Caridad que lo recogieron hallaron junto al niño un papel con estas palabras escritas con lápiz: “Este niño ha sido bautizado y se llama Benito Juan Martín”.
Inmortalidad
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Un matrimonio de la Boca, don Manuel Chinchella y doña Justina Molina, necesitaban un hijo que no tenían y se fueron a buscarlo a la casa donde unas mujeres pierden a los hijos que les sobran y otras encuentran a los que les faltan... Y así fue cómo el niño Benito Juan Martín, que cinco o seis años antes había sido depositado en el torno de la Casa Cuna, con un papel escrito con lápiz, un pañuelo bordado cortado en diagonal, y envuelto en pañales de seda, fué sacado de ella por un matrimonio sin hijos, que como único fortuna poseía una pequeña carbonería en la Boca.
Una mañana de invierno, como se dice en las novelas de novelistas de oficio, el viejo se levantó más temprano que otros días y me despertó con esta invitación:
—Vestite rápido, que tenés que vivir conmigo al puerto.
Se trabajaba a destajo. Por cargar un carro de veinticinco o treinta bolsas se pagaban desde cincuenta centavos hasta un peso, pues la tarifa era materia de convenio particular entre cargadores y clientes, pero los precios oscilaban siempre entre cincuenta centavos y un peso por carrada.
Cuando volvimos a casa, a la hora de comer, el viejo no me dijo nada; pero yo noté que estaba contento de mi comportamiento, porque antes de la sopa me sirvió un vaso de vino, y después de la comida me convidó con el primer cigarrillo.