La elegancia de don Pío Collivadino corrió peligro de mancillarse cuando los dos atravesamos la carbonería para subir al altillo donde yo tenía mi pequeño estudio. [...] — Usted puede ser el pintor de la Boca y su puerto. Interesado por un cuadro que reproducía una escena del puerto dijo: —Aquí hay ambiente, carácter, fuerza. Y además una personalidad original; un modo distinto de ver y de pintar. Tanto me elogió el cuadro, que me pareció oportuno regalárselo. Y al día siguiente se lo mandé a la Academia de Bellas Artes. Pasaron varios días y no volví a ver a don Pío Collivadino ni a Facio Hebécquer. Pero al cabo de una semana o dos recibí la visita de otro señor, mucho más joven y también mucho más elegante, era Eduardo Taladrid, secretario de la Academia. Simpatizamos desde el primer momento y sellamos una amistad.
Galería Witcomb de Mar del Plata (1920)

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El primer artículo que apareció en letras de molde sobre mi persona y mi pintura se publicó en la revista Fray Mocho un 11 de abril. [...] Una mañana opaca, en que la lluvia estaba al caer, peregrinando por la Boca, nos detuvimos a contemplar un pintor que, sentado en la proa de un velero, indiferente al mareante ir y venir de un barco en descarga, pintaba. Es decir, aquello no era pintar, era un afiebrado arrojar colores y más colores sobre un cartón. En manos de nuestro hombre, el pincel iba, venía, describía giros, volvía, resolvía con amplitud majestuosa, y segura; a su paso dejaba gruesas huellas que aparecían desordenadas e incongruentes en un principio, pero que bien pronto adquirían forma y cierta concordancia, grotesca casi, para formar en - seguida un cuadro de una belleza sorprendente, insospechable en un rincón gris y sucio del Riachuelo.

Las noches que no tenía academia acudía a la Sociedad de Caldereros, que tenían una pequeña biblioteca, o al Centro Socialista [...] Me pasaba las veladas leyendo a Kropotkine, a Gorki, a Dostoievski y otros autores rusos que ocupan un estante especial. Que un vagabundo como Gorki describiera insistentemente la vida de los ex hombres, con un espíritu de comprensión y de redención humana, o que un ex presidiario genial como Dostoievski prefiera los personajes condenados o condenables a las personas normales, me parecía natural y explicable. Pero que el príncipe Kropotkine hubiera renunciado a todo por defender sus ideales de justicia sociales, me producía tanta admiración como sorpresa. Y es que entonces recién empezaba yo a comprender que la conciencia que el hombre pone en su vida y en su obra vale más que la corona de los príncipes.