Dos cosas tuve que hacer a partir de aquellas dos exposiciones mías: cambiar de casa y cambiar de nombre. Las dos cosas las hice a medias y por imperio de la comodidad. Mi pequeño estudio del altillo de la carbonería ya no me servía para trabajar, y me instalé con un estudio mayor en la calle Almirante Brown. Pero seguía yendo a dormir a mi pieza de la calle Magallanes. El Chinchella lo traduje fonéticamente y quedó en Quinquela. Y obtuve mi nombre completo Benito Quinquela Martín. Con esa ortografía hice mi exposición siguiente a la del Jockey Club, y que presenté en Mar del Plata, en el Salón Witcomb.
El carbonero (1916)

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La elegancia de don Pío Collivadino corrió peligro de mancillarse cuando los dos atravesamos la carbonería para subir al altillo donde yo tenía mi pequeño estudio. [...] — Usted puede ser el pintor de la Boca y su puerto. Interesado por un cuadro que reproducía una escena del puerto dijo: —Aquí hay ambiente, carácter, fuerza. Y además una personalidad original; un modo distinto de ver y de pintar. Tanto me elogió el cuadro, que me pareció oportuno regalárselo. Y al día siguiente se lo mandé a la Academia de Bellas Artes. Pasaron varios días y no volví a ver a don Pío Collivadino ni a Facio Hebécquer. Pero al cabo de una semana o dos recibí la visita de otro señor, mucho más joven y también mucho más elegante, era Eduardo Taladrid, secretario de la Academia. Simpatizamos desde el primer momento y sellamos una amistad.

Las noches que no tenía academia acudía a la Sociedad de Caldereros, que tenían una pequeña biblioteca, o al Centro Socialista [...] Me pasaba las veladas leyendo a Kropotkine, a Gorki, a Dostoievski y otros autores rusos que ocupan un estante especial. Que un vagabundo como Gorki describiera insistentemente la vida de los ex hombres, con un espíritu de comprensión y de redención humana, o que un ex presidiario genial como Dostoievski prefiera los personajes condenados o condenables a las personas normales, me parecía natural y explicable. Pero que el príncipe Kropotkine hubiera renunciado a todo por defender sus ideales de justicia sociales, me producía tanta admiración como sorpresa. Y es que entonces recién empezaba yo a comprender que la conciencia que el hombre pone en su vida y en su obra vale más que la corona de los príncipes.