Dos cosas tuve que hacer a partir de aquellas dos exposiciones mías: cambiar de casa y cambiar de nombre. Las dos cosas las hice a medias y por imperio de la comodidad. Mi pequeño estudio del altillo de la carbonería ya no me servía para trabajar, y me instalé con un estudio mayor en la calle Almirante Brown. Pero seguía yendo a dormir a mi pieza de la calle Magallanes. El Chinchella lo traduje fonéticamente y quedó en Quinquela. Y obtuve mi nombre completo Benito Quinquela Martín. Con esa ortografía hice mi exposición siguiente a la del Jockey Club, y que presenté en Mar del Plata, en el Salón Witcomb.
Don Pío Collivadino (1917)

Share This
Entradas relacionadas

El primer artículo que apareció en letras de molde sobre mi persona y mi pintura se publicó en la revista Fray Mocho un 11 de abril. [...] Una mañana opaca, en que la lluvia estaba al caer, peregrinando por la Boca, nos detuvimos a contemplar un pintor que, sentado en la proa de un velero, indiferente al mareante ir y venir de un barco en descarga, pintaba. Es decir, aquello no era pintar, era un afiebrado arrojar colores y más colores sobre un cartón. En manos de nuestro hombre, el pincel iba, venía, describía giros, volvía, resolvía con amplitud majestuosa, y segura; a su paso dejaba gruesas huellas que aparecían desordenadas e incongruentes en un principio, pero que bien pronto adquirían forma y cierta concordancia, grotesca casi, para formar en - seguida un cuadro de una belleza sorprendente, insospechable en un rincón gris y sucio del Riachuelo.

Las noches que no tenía academia acudía a la Sociedad de Caldereros, que tenían una pequeña biblioteca, o al Centro Socialista [...] Me pasaba las veladas leyendo a Kropotkine, a Gorki, a Dostoievski y otros autores rusos que ocupan un estante especial. Que un vagabundo como Gorki describiera insistentemente la vida de los ex hombres, con un espíritu de comprensión y de redención humana, o que un ex presidiario genial como Dostoievski prefiera los personajes condenados o condenables a las personas normales, me parecía natural y explicable. Pero que el príncipe Kropotkine hubiera renunciado a todo por defender sus ideales de justicia sociales, me producía tanta admiración como sorpresa. Y es que entonces recién empezaba yo a comprender que la conciencia que el hombre pone en su vida y en su obra vale más que la corona de los príncipes.