Al hombre le faltaban dos años para cumplir 60. Pero se le hacía cuento el paso del tiempo (el tiempo no pasaba en su espíritu), y acaso todavía tenía muy frescas las imágenes y sentimientos del día en que, más de medio siglo atrás, había llegado (por fin) a un hogar, a una familia, a un barrio. Desde entonces, para él hogar, familia y barrio siempre iban a ser lo mismo.
El hombre conservaba la mirada aguda y algo triste de aquel niño desprotegido que había transcurrido sus primeros años en la Casa de Niños Expósitos, y brillaba también en sus ojos el asombro y el deslumbramiento que a primera vista lo habían enamorado de La Boca. Pero él ahora era una celebridad, que por sabio y buena gente frecuentaba y dispensaba el mismo trato a reyes y a malandras en el mundo y en el barrio. Ya era emblema de su comunidad, y el arrabal mítico y pintoresco que lo había rescatado de su orfandad se le había empezado a parecer bastante.
Ahora el hombre, solo en su habitación, ajusta los últimos detalles de su estrafalario atuendo: un traje de almirante que había pertenecido a un militar retirado… El traje, no obstante su primera formal apariencia, tiene detalles que por sí solos bastarían para entender a ese hombre, a su familia, a sus amigos, a su barrio, y tal vez al mundo. Porque en tiempos difíciles, para ironizar con los militares y sus cuestiones, ese uniforme de Almirante es una sátira extensiva a todo el mundo cuerdo y formal; lleva tornillos en lugar de botones, y proclama un elogio de la locura por sobre los extravíos de la razón.
Hasta la habitación llegan los murmullos y la algarabía de la concurrencia que ya se congrega en la Benito Quinquela Martín regresa de su viaje a París, 1926. AGN. También, desde la cocina, llegaba el aroma de la salsa que acompañaría a los fideos de colores. Los colores… pensaba; esos viejos amigos que desde el alma de la gente, desde los cascos de los barcos anclados en la Vuelta de Rocha, y desde los muros de las casas de chapa y zinc, se habían derramado sobre sus cuadros. Ahora, esos colores hacían un viaje de vuelta, y desde sus cuadros se estaban extendiendo hacia cada detalle de su casa, y hacia muchas de las casas boquenses. A punto de salir a escena, seguramente pensó en la curiosa amistad entre el color, y la irreverente bohemia de sus vecinos, que siempre le inspiraban nuevos y locos proyectos… ¿Y si el gris plateado de los trolebuses le diera paso al color? ¿Y si pudiera donar un hospital odontológico para niños, con todos los consultorios pintados de vivos colores? ¿Y si el desvío abandonado del ferrocarril se poblara de colores y de arte? ¿Y si las calles de La Boca se asfaltaran de colores?… Delirios, locuras luminosas, habrá pensado. Y por eso mismo habrá resuelto hacerlas, cueste lo que cueste. De pronto interrumpe sus ensoñaciones la creciente algarabía que llega desde la sala. Y el hombre recuerda esa misma estruendosa alegría en las gloriosas noches de carnaval boquense, o en la comunidad, celebrando alrededor de la Fogata de San Juan. También el ruido del trabajo en el puerto (ahí nomás, debajo de su casa), y el ululante y desgarrador sonido de la tragedia cuando el agua o el fuego se llevaban sueños y vidas. Porque su aldea era como un inmenso escenario colorido y pintoresco. La celebración y la tragedia se daban la mano a la vuelta de cualquier esquina, así como el alma de nuestro hombre estaba tan templada
por el esfuerzo y los sinsabores, como enriquecida por la bohemia y la locura.
Recordaba tantas otras tertulias… En Madrid, en el café La Cosechera de Avenida de Mayo, en la Peña del Tortoni, en París, en las reuniones de la República de La Boca… y se detuvo especialmente en un recuerdo: el de aquella noche de 1918, cuando en ocasión de su primera muestra importante, sus amigos locos y artistas quisieron homenajearlo en El Cocodrilo, con un banquete donde se prohibía rigurosamente la entrada a los cuerdos. Igual que ahora, treinta años después, cuando ya sale al encuentro de la gente que lo espera alrededor de la mesa.
Esta vez la tertulia es diferente, y es en su casa. El creador de tantas cosas innovadoras e importantes para la sociedad y para el arte (es decir, para la vida), sueña con que esta reunión sea el primer paso para conformar una hermandad muy especial: la cofradía de los “locos luminosos” que, viviendo contra la corriente y desafiando un sentido común viciado de materialismo, se empeña en florecer en obras destinadas al bien de los demás.
Los cófrades compartirán con él la convicción de no ser lo que se tiene sino lo que se da. Las reuniones (sueña el hombre) serán alegres y muy festivas (el mejor modo de decir las cosas más serias). Como en aquel banquete de 1918, mandará la locura. Como en la Peña del Tortoni, vendrán artistas y bohemios de todo el mundo a compartir sus vuelos. Como se estableció en la República de La Boca, se evitará hablar de política partidaria, de religión y de fútbol.
Como en cada rincón boquense, habrá música y poesía. El menú preferido tendrá aires italianos: fideos rojos, blancos, verdes… el color (piensa) hace mejor la vida de la gente y aquí, además, se podrá saborear. Se asoma en la gran sala luciendo su carnavalesco atavío, y los concurrentes (aún los más acostumbrados a sus excentricidades) no pueden disimular su sorpresa. Estallan los aplausos y ahora sí… la fiesta ha comenzado. Todos reconocen en el anfitrión a una especie de mito viviente; pero difícilmente todos comprendan en su cabal dimensión hasta dónde esta nueva ocurrencia suya sintetiza la historia cultural de un barrio, y expresa buena parte de la identidad nacional.
El hombre siempre sabe llenar de sentido la palabra comunidad y, ahora, mientras saluda a cada invitado, sabe además que ha nacido para hacer mejor al mundo creando momentos como este. Dando comienzo a la ceremonia sonríe, y nunca sabremos si es porque, acaso, está vislumbrando que el niño huérfano asomado a sus ojos será eternamente acunado
por el alma de su gente.