

La Boca encontró en Quinquela Martín a su hijo dilecto, ese carbonero pintor que con su arte llevó la Vuelta de Rocha a pasear por el mundo. Cultor del encuentro, de la alegría compartida, de la organización entre vecinos. El progresivo reconocimiento artístico y su dotes de anfitrión hicieron de Quinquela el referente natural del barrio. Pero lejos de focalizar en su gloria personal, decidió interrumpir su escalada internacional, para dedicarse a un proyecto barrial. Y es ahí donde su vida te interpela. Cuando entra en una dimensión grande, muy grande. La fidelidad a sus sueños, a sus ideas, a los suyos. Elige austeridad para su vida y generosidad plena para La Boca. Cuando todo está a su favor para el desarrollo individual opta por lo social, por los otros. Seguramente fiel a un camino ya trazado, pensado; y no se inventa chicanas, no lo posterga. Decide, elige y le da lugar al mito. Sería correcto llamarlo filántropo. Pero sabe a poco. Quinquela encarnó los mejores valores del liderazgo: representatividad, generosidad y compromiso. Conocía las necesidades del barrio donde nació y se crió, tenía claro por lo que trabajaba y para quién lo hacía. Y todo lo hizo desde una piecita en la Escuela-Museo. Para los vecinos ya era frecuente ver en el barrio a intendentes, ministros y presidentes. Quinquela Martín supo encauzar el juego político en provecho de la Vuelta de Rocha. En alguna parte, quizás, todavía se debata con qué partido simpatizaba, de qué club era hincha, pero en el barrio todos tienen una certeza: Benito Quinquela Martín nunca dejó de Soñar La Boca.
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Comenzando la década de 1930, Benito Quinquela Martín se vio ante una difícil decisión: dos proyectos igualmente ambiciosos se abrían ante sus pasos y resultaría imposible realizarlos simultáneamente. Por un lado, estaba la firme posibilidad de continuar exponiendo en varias de las principales capitales del mundo, como lo venía haciendo regularmente desde hacía ya diez años. Como consecuencia de aquella serie de exposiciones, el artista había conocido los más altos halagos, la buenaventura económica, y su vida y figura comenzaban a adquirir dimensión de mito. Ya había exhibido en Madrid, Río de Janeiro, Nueva York, La Habana, París, Roma y Londres; su obra figuraba en importantísimas colecciones públicas y privadas alrededor del mundo, y ahora en su horizonte inmediato se presentaban como posibilidades concretas Berlín y Tokio.
El proyecto de crear una escuela pública en la que el niño fuera rodeado por un ambiente artístico ocupa a Quinquela desde los inicios del 30; luego de complicados trámites y no pocos debates, la escuela se inaugura en 1936, con la presencia del presidente de la república, Agustín P. Justo; el museo que la complementa abre sus puertas en 1938. Quinquela habitará desde entonces el piso superior, según las estipulaciones que condicionan la donación.
Las reticencias de las autoridades del Consejo Escolar se concentraban en el aspecto más significativo de la empresa: la decoración mural. La decoración mural, entendida como instrumento de educación pública, constituía un recurso ampliamente utilizado desde México hasta la URSS; y basta recordar los paneles cerámicos de las principales estaciones de subterráneos para reconocer que nuestro país no era ajeno a la seducción de este género.

Quinquela amaba el juego: lo vemos disfrazado de Gran Maestre para otorgar la Orden del Tornillo, lo imaginamos bromeando en las cenas de la fantástica República de La Boca, con menús diseñados ad hoc; pintando con desenfado infantil algún coche de la línea de trolleys 302/3. Su figura emerge como la del jefe de la barra de chicos, o, más precisamente, la del director teatral. Es interesante, entonces, detenerse en el carácter performático de las acciones de Quinquela en La Boca, entonces ¿dónde hemos de iniciar sino en Caminito?
Caminito representa el corazón de La Boca, en tanto pone en escena lo que se espera del barrio. Razón por la cual fue y es sistemático objeto de críticas: desde quienes suponen que la verdadera vida de La Boca fue tergiversada en esta literal escenografía, hasta quienes, siguiendo el dictum vanguardista que rechaza la representación, ven en Caminito un disfraz de la “vida” –como si existiera un núcleo vital que se nos debiera presentar desnudo–.
Aquel niño carbonero vivió de cerca la actividad de las sociedades obreras que emergieron con fuerza en plena Vuelta de Rocha. Quinquela recuerda orgulloso haber colaborado de la gesta de Palacios. Las charlas y lecturas en la biblioteca de la Sociedad de Caldereros y la amistad con Santiago Stagnaro fueron consolidando su mirada social. El Salón de Recusados, organizado junto a los Artistas del Pueblo y la Sociedad Nacional de Artistas, lo muestra desde un principio decidido a participar como un trabajador del arte, como parte de un todo más grande. Una época de ideas e ideales, con el ejercicio cotidiano de respetar y respetarse.
Conocer a Pío Collivadino le supuso un cambio de escenario. Trabajar con Talladrid, el ingreso al mundo del arte oficial. Llegarían las muestras más diversas, desde la Witcomb al Jockey Club. Sin embargo, nunca escaparía de sus orígenes, de su barrio. Llegarían los viajes y, con ello, un mundo de diplomáticos, Estado y burocracia. Eran meses donde aquel carbonero pintor departía con embajadores, funcionarios, referentes extranjeros y compatriotas administrativos.