
El proyecto de crear una escuela pública en la que el niño fuera rodeado por un ambiente artístico ocupa a Quinquela desde los inicios del 30; luego de complicados trámites y no pocos debates, la escuela se inaugura en 1936, con la presencia del presidente de la república, Agustín P. Justo; el museo que la complementa abre sus puertas en 1938. Quinquela habitará desde entonces el piso superior, según las estipulaciones que condicionan la donación.
Las reticencias de las autoridades del Consejo Escolar se concentraban en el aspecto más significativo de la empresa: la decoración mural. La decoración mural, entendida como instrumento de educación pública, constituía un recurso ampliamente utilizado desde México hasta la URSS; y basta recordar los paneles cerámicos de las principales estaciones de subterráneos para reconocer que nuestro país no era ajeno a la seducción de este género. La resistencia en aceptar murales en las aulas contemplaba motivos pedagógicos –la posible distracción de los niños–; pero nos equivocaríamos si pensamos este debate como exclusivamente técnico. Por el contrario, los desacuerdos apenas encubrían dos concepciones antagónicas: la del normalismo clásico y la de la escuela nueva.
Uno de los defensores de la propuesta muralista de la “Escuela del Puerto” fue Marcelo F. Olivari, maestro y escritor; poeta de La Boca e historiador aficionado; miembro de la famosa Peña a la que concurría Quinquela; en más de un sentido, personaje característico de la sociedad porteña de los 30, con su sensibilidad al mismo tiempo modernizadora y corporativista. “Necesidad de vida”, escribe Olivari en las páginas del Monitor de la Educación Común, defendiendo la Escuela del Puerto. “Hoy, como ayer, la decoración de las aulas debe responder a la realidad de la vida, sin vanguardismos ni academicismos. La escuela exige un arte tal que sugiera a los alumnos –antes que la contemplación– la tensión, el riesgo de la actividad vital que los rodea. Prolongación de su ambiente, de su calle y de su puerto. Energía, dinamismo, que se extiende en los muros escolares como canción penetrante del trabajo: rechinar de guinches, ulular de sirenas, tensión de músculo, vaivén de barca, carga naranjera, emoción de partida… mientras empenachan banderas de humo las chimeneas de la ciudad industrial.”
Los matices son importantes: desde los tópicos que refutan el liberalismo sarmientino y el exquisito horror ante la emergencia de las capas medias de la población –los viejos sectores inmigrantes, cuyos hijos son doctores o ingenieros gracias a la escuela pública– hasta la insistencia en el marco ideológico en que aún nos movemos en estos temas –por ejemplo, la voluntad de liberar la imaginación infantil de las trabas del discurso enciclopédico–; el conjunto parece tan abigarrado como el Riachuelo. Olivari se apoya en los avances de la escuela nueva. En simétrica disposición, Quinquela condensará sus obras urbanas en programas educativos o relativos a la infancia y la juventud.